La altitud implica una disminución de la presión atmosférica, lo que reduce la presión de todos los gases, entre ellos el oxígeno.
Esto da lugar a una baja concentración de oxígeno en sangre, lo que implica una insuficiente oxigenación de los tejidos.
No obstante, el organismo es capaz de adaptarse a altitudes inferiores a los 7500 metros mediante el incremento de la secreción de Eritropoyetina (EPO).
Esto aumenta la producción de glóbulos rojos, las células sanguíneas encargadas del intercambio de oxígeno por dióxido de carbono en los tejidos.
El tiempo necesario para alcanzar esta adaptación hematológica se calcula multiplicando la altitud en KM por 11.4 días.
De este modo, necesitamos 34 días para generar adaptaciones a una altura de 3000 metros.
Una vez adaptado, el deportista podrá volver a nivel del mar para llevar a cabo la competencia habiendo mejorado su transporte de oxígeno y, por ende, su resistencia.
Lamentablemente, las máscaras de altitud no producen cambios a nivel hematológico.
Su funcionamiento se basa en la restricción del flujo respiratorio, por lo que lo único que podríamos considerar es que su uso supone un estímulo para la musculatura respiratoria.
John P. Porcari y colaboradores confirmaron en este estudio que no se producían cambios en las variables hematológicas antes y después del entrenamiento con la Elevation Training Mask, pero sí se daban diferencias significativas en el umbral ventilatorio (VT), producción de potencia (PO) en VT, umbral de compensación respiratoria (RCT) y potencia en RCT respecto al grupo control.
Por consiguiente, se puede considerar a la máscara de altitud un dispositivo de entrenamiento de los músculos respiratorios cuya utilización puede incrementar el rendimiento en determinados contextos.