El fruto de los olivos servía como alimento, iluminación, para el cuidado de la piel y hasta como combustible en la Antigua Roma. El 'oro líquido', como se conoce al aceite de oliva, en ocasiones, como en la actualidad, alcanzaba precios muy altos en el Mediterráneo, llegando a tener el poder de sacudir economías enteras. Influenciados inicialmente por los fenicios y después por los griegos, los romanos desarrollaron una dependencia inquebrantable hacia el aceite de oliva, conocido como oleum. Este preciado líquido no solo se empleaba en la cocina, sino también en sus termas y como fuente de luz en las lámparas romanas llamadas lucernas que no podían faltar en todo hogar romano. El aceite resultante se almacenaba en grandes vasijas de cerámica. La calidad del aceite variaba, siendo el de mayor calidad extraído de aceitunas verdes en septiembre para ofrendas religiosas y la fabricación de perfumes. El aceite no solo tenía aplicaciones culinarias y de iluminación, sino también medicinales. De aceite de oliva se abastecía también el ejército romano, particularmente desde la llegada de Julio César, que incrementó su demanda y expansión gastronómica hacia el centro y norte de Europa. El uso militar intensificó la cadena de suministro y convirtió al aceite en un recurso estratégico. En definitiva, el aceite de oliva se convirtió en una pieza esencial del imperio romano, enlazando su historia con el esplendor de la civilización mediterránea.