Si no nos equivocamos, no progresamos, no crecemos, no nos permitimos conocernos.
Sin embargo, nos educan para pensar que fallar es horrible, que siempre implicará un castigo o que tendremos nefastas consecuencias.
Nos sentimos mal porque fallar se convierte en una herida para nuestro orgullo, ego y autoestima.
La culpa como tal es una emoción poco útil ya que nos paraliza.
Nos da pánico cometer errores por si decepcionamos a los demás, por una necesidad irracional de aprobación social continua, pero si condicionamos nuestra vida y nuestras decisiones con agradar a los demás, para que nos quieran, nos valoren, nos admiren, no seremos reales ni coherentes con nosotros mismos, a largo plazo, simplemente no seremos felices.
Tenemos dos opciones: verlo como un fracaso vital, y podremos sentir entonces culpa, humillación, ira, ansiedad, miedo, tristeza, frustración, etc.
O considerarlo una oportunidad para aprender, vivirlo como algo natural, asumir esas emociones de forma pasajera, recibirlas con poca intensidad y considerarlas una oportunidad para perdonarnos, para darnos comprensión y respeto.